Tras la defunción digital de Botchan y Camus y la posterior desaparición en combate del Cardinal, da escalofríos pensar que el único miembro que queda en pie de en este blog, al margen de un leal servidor, es una persona cuya incapacidad para reconocer las más elementales verdades hace imposible cualquier atisbo de discusión racional. En cualquier caso, no sería de justicia que la posteridad se quedara sin las brillantes y exhaustivas reflexiones que habitualmente salen de mi afilada pluma, de modo que me gustaría plasmar aquí una que hace tiempo que ronda mi cabeza.

Transcribo a continuación, con mayor o menor rigor literal, una conversación real que mantuve hace tiempo con la empleada de una autoescuela.

Paquito: Buenas, quería preguntarte por los precios para apuntarme a la autoescuela.
Empleada: Pues, mira, tienes una oferta que incluye 10 clases prácticas más dos (DOS) exámenes. En total serían 420€… más 30 de matrícula.
Paquito: Ah, pues no está mal la oferta, pero… una cosa, los 30 de matrícula… ¿a qué se corresponden?
Empleada: ¿Perdona?
Paquito: Sí, perdona… digo que los 420€ me dices que son por las 10 clases, incluyendo las tasas de Tráfico para hacer los exámenes, ok, pero… los 30€ de matrícula no entiendo qué son.
Empleada: Pueeees… no sé, de matrícula.
Paquito: Ya, pero ¿qué es eso de la “matrícula”? ¿Qué se compra con eso? ¿Qué obtengo yo a cambio de esos 30€?
Empleada: Pues… no lo sé.

“No lo sé”.

Efectivamente, las autoescuelas, así como otros muchos negocios (como las escuela de idiomas, por ejemplo), cobran una cantidad en concepto de “matrícula” o de “inscripción” pero hasta la fecha todavía no he conseguido que nadie me explique qué demonios es eso de la “matrícula”. Desde los tiempos de la traditio romana, en cualquier transacción comercial se ofrece una cosa a cambio de otra; sin embargo, nadie parece saber qué es lo que se ofrece a cambio del dinero de la matrícula.

Lo más espeluznante del asunto, en cualquier caso, es encontrarse con clientes que, aun no sabiendo qué demonios están comprando con ese dinero, aceptan pagarlo de buen grado e, incluso, lo justifican (“pues, hombre, de matrícula… ¡como en todos lados!”).

Sin embargo, pongamos que yo me dedico a dar clases particulares y un posible cliente me pregunta cuánto cobro por cada clase (dúos, claro) y yo le contesto: “50€, caballero… más 30 de matrícula”.

– ¿30 de matrícula?
– Sí, claro.
– ¿Y qué demonios es eso de la matrícula?
– No lo sé.

¿Acaso nadie se escandalizaría?

A falta de escuchar una explicación convincente sobre el asunto, no me queda otra salida más que pensar que esas cantidades escondidas bajo los conceptos de “matrícula” o “inscripción” no son más que maniobras encubiertas para recaudar dinero a expensas de los pobres clientes que no tienen más alternativa posible si quieren obtener el servicio de que se trate.