Me levanto relativamente temprano por la mañana. A las cinco y cuarenta estoy en pie a pesar de que mi hora de entrada en la oficina ronda las nueve,- son flexibles en eso y en casi todo.

Trabajo como técnico informático en una empresa mediana, familiar y de ambiente agradable. Las oportunidades de ascenso son bastante limitadas así que mi sueldo y posición llevan algún tiempo estancados. Tengo cuarenta y dos años. Tampoco necesito demasiado para vivir. Vivo solo desde que mi madre murió,- hace ya un año-, y en el mismo caserón desvencijado en el que me crié y que me dejó ella en herencia. Es una casa bastante grande; no hago uso más que de tres o cuatro habitaciones,- la salita, mi cuarto, la cocina y el baño-, y dejo el resto cerrado durante largas temporadas.

Pero, como decía, me suelo levantar relativamente temprano. No porque me lleve demasiado el ritual higiénico,- soy pulcro pero ponderado-, ni porque le tenga afición al deporte matutino,- antes al contrario, peco de exceso de sedentarismo-, ni tampoco porque se tarde mucho en llegar al trabajo que, viviendo en una localidad pequeña, queda a tiro de piedra, como quien dice.

Aprovecho esas horas para prepararme el desayuno. Puede resultar peculiar pero mis desayunos consisten en copiosas raciones de carne guisada. En realidad dispongo cantidad suficiente tanto para la primera comida del día como para cuando llego de trabajar, a la hora del almuerzo. Y si sobra, lo aprovecho para la cena.

La liturgia es siempre la misma. Ya vestido y dispuesto, saco la carne del congelador, la corto en trozos, según mi apetito, con un cuchillo de carnicero y la aderezo con distintas salsas y hortalizas ateniéndome a la receta que haya escogido. Lo cocino todo en una olla y cuando ya está preparado guardo una ración y media en un envase que dejo en la nevera. El resto me lo sirvo en un plato y, en la cocina, con las luces apagadas, tan sólo el resplandor sordo del amanecer entrando por la ventana y derramándose sobre el mantel de hule, lo voy engullendo mientras me resbalan sus jugos por la comisura de los labios y pienso en Bernd.

El caso es que la carne se me está agotando; tengo el congelador casi vacío.

Me llamo Armin Meiwes y vivo en Rotenburg.